domingo, 10 de octubre de 2010

¿Rubén Blades le pegó el tiro de gracia al tango?


El cantante y compositor panameño Rubén Blades está de pie en el escenario del Estadio Luna Park, en uno de los varios cierres del Festival Tango Buenos Aires. Lo acompañan el legendario bandoneonista Leopoldo Federico y su orquesta típica (Leopoldo Federico, ése, sí, al que uno no puede dejar de mirarle el cabello, como se lo mira a Marky Ramone, baterista y sobreviviente de The Ramones). Los arreglos que permiten combinar la voz y las composiciones del inventor de la “salsa social” con la orquesta del viejo bandoneonista porteño son responsabilidad del compositor Carlos Franzetti. Todos tienen sus títulos colgados en la pared. Nadie puede correrlos por izquierda. Nadie puede decirles: ¿qué engendro están haciendo estos recién llegados? Nadie puede decirles: ¿más tango light, más tango diet, más tango descafeinado para la clase de gimnasia rítmica?

Rubén Blades está cantando la versión milonguera de “Pedro Navaja” y entonces uno entiende que el tango está más muerto que un clavo, pero que, como decía el poeta, también el clavo enmohecido, ya viejo y ruin, con tesón, puede volver a ser clavo.

Y el tango, que es viejo y ruin, que está enmohecido, vuelve a ser tango.

“Pedro Navaja” es un hit, una cancioncita radial pegajosa, un éxito de hoy y de siempre. También es un artefacto cultural maravilloso. Escrita e interpretada por Blades, apareció en Siembra, el disco publicado en 1978. La canción, se dice que inspirada en la grandiosa “Mack The Knife” (letra de Bertolt Brecht, música de Kurt Weill), cuenta los últimos momentos de vida de un maleante, Pedro Barrios, y de una prostituta, Josefina Wilson, en las calles del Lower East Side, en el Bajo Manhattan, Nueva York.

Blades lleva sombrero, traje de compadrito. Va disfrazado de porteño, que metonímicamente quiere decir que va disfrazado de argentino, y le sale mucho mejor que en Assassination Tango, la tediosa película de 2002 dirigida y protagonizada por Robert Duvall. Camina por el escenario, acechante, y uno tiene tiempo de recordarlo como Danny Archuleta en Depredador 2, la película de 1990, junto a Danny Glover y María Conchita Alonso, justo antes de que empiece a cantar sobre los últimos minutos de Pedro Barrios, también conocido como Pedro Navaja:

Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar
con el tumbao’ que tienen los guapos al caminar,
las manos siempre en los bolsillos de su gabán
pa’ que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal.

Usa un sombrero de ala ancha de medio lao’
y zapatillas por si hay problemas salir volao’,
lentes oscuros pa’ que no sepan qué está mirando
y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando.


La historia del maleante y la prostituta podría ser prototípica del tango, pero que la canción haya sido compuesta y grabada bajo las restricciones discursivas del género “salsa” podría probar la universalidad del tópico en la música popular del siglo XX. Lo curioso, que a fin de cuentas constituye lo más atractivo de la actuación, no es observar cómo Blades, cantante panameño y policía hispano de Los Angeles que se enfrenta a un depredador alienígena, interpreta el papel de porteño, sino escuchar cómo la jerga de “Pedro Navaja” es embutida en una música compuesta para embutir otras jergas.

En el prólogo de su libro de milongas, Para las seis cuerdas, publicado en 1965, Jorge Luis Borges escribió:

En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes.
He querido eludir la sensiblería del inconsolable “tango-canción” y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas.
Compuestas hacia mil ochocientos noventa y tantos, estas milongas hubieran sido ingenuas y bravas; ahora son mera elegía.


Cuando el tango abandonó toda pretensión de presentarse como género vivo, cuando se convirtió en un espectáculo de sí mismo, y más tarde, cuando se convirtió en el espectáculo de un espectáculo de sí mismo, fue el manejo sistemático del lunfardo aquello que dio un influjo de aire artificioso a su cadáver ya reseco. El tango sólo puede ser elegía, evocación, simulacro, y su eficacia, en el siglo XXI, reside en componer, en cantar, en impostar la voz y las palabras como si se estuviese en el mil ochocientos noventa y tantos; como si esas coplas sencillas, infundidas de un aire artificioso, todavía fuesen milongas ingenuas y bravas.

Rubén Blades, en el escenario del Luna Park, provoca un desliz y una ruptura. Despojada de su jerga, convertida la música en una carcasa vacía y hueca, rellena súbitamente con un relato de voces afrocaribeñas, el manejo sistemático del lunfardo se revela como corazón y como ausencia. Si el tango es elegía, sólo el aire artificioso de la jerga del mil ochocientos noventa y tantos puede hacerlo reconocible como género vivo: darle autoridad filial, y a continuación, una voz legitimada.

Esto no impide que “Pedro Navaja” suene bien, que despierte simpatía e interés; que sea, en fin, un artefacto cultural que puede ser aprehendido y comprendido de inmediato.

Las personas del público, que se han congregado por millares, despiden con una ovación a Rubén Blades, que también fue Danny Archuleta, policía hispano de Los Angeles, asesinado y desollado por un depredador alienígena. Muchos de los presentes comentarán la actuación al otro día, en la clase de tango, la que se dicta en el gimnasio o en la sociedad de fomento, la que viene justo antes de yoga, un rato después de pilates y de aikido.

Viejo y ruin, el tango. Enmohecido. Como un clavo.

(+) Marcelo Pisarro, ¿Rubén Blades le pegó el tiro de gracia al tango?, vía Nerds All Star/ Revista Ñ.